Hacer algo bien una vez puede ser resultado de un gran trabajo previo, de un oportuno golpe de suerte, de ambas cosas o de ninguna de ellas. Hacer algo bien muchas veces confiere a quien lo consigue la categoría de artesano en su oficio.
Yo podría sentarme aquí a escribir que la nueva y última novela de Arturo Pérez-Reverte es la misma que las últimas seis o siete, que el personaje de Jordán se parece sospechosamente a los que ya leímos en El italiano, en Revolución, en El problema final, en El tango de la guardia vieja y en algunos otros, sobre todo los más recientes, los más pulcros, los editorialmente mejor acabados, los que relucen en la mesa de novedades.
Yo podría contarte que la nueva y última novela de Arturo Pérez-Reverte no acaricia temas nuevos, ni tramas que no hayamos leído en la amplia literatura de este viejo amigo cartagenero, ni personajes a los que no hayamos conocido surcando el Mediterráneo, visitando Europa, México, Argentina; o batallando con ellos, hombro con hombro, en la batalla del Ebro contra el ejército sublevado, o en Madrid contra los franceses.
Yo podría decirte con este texto que las ideas puestas en negro sobre blanco en La isla de la mujer dormida ya resuenan en el imaginario de los lectores de Pérez-Reverte, pues las han —las hemos— leído no una, sino varias veces en los últimos tiempos. Las reflexiones acerca de la ambigüedad de las ideologías, de las relaciones entre hombres y mujeres, de la mirada femenina, del deber, del honor y la lealtad, son charcos que los amigos del escritor cartagenero ya han —ya hemos— pisado antes.
Sin embargo, no voy a contarte nada de eso.
Sí voy a recomendarte que leas La isla de la mujer dormida. Si no has leído apenas a Pérez-Reverte, encontrarás en ella una aventura clásica de piratas casi contemporáneos que se deslizan por las páginas como si ante tu retina se proyectase una película, seguramente en blanco y negro, seguramente en Filmin.
No obstante, si eres lector asiduo del cartagenero, habrás descubierto algunas novedades entre las líneas de su última novela, como protagonistas menos solitarios y secundarios más presentes, de los que casi uno preferiría saber más, como esos espías acuartelados en Estambul entre restaurantes, burdeles, la guerra y el Bósforo.
Prisioneros de la modernidad, esclavos de la innovación, idiotas de lo nuevo, los consumidores culturales —y sobre todo quienes escribimos de ello— buscamos continuamente que nos salpique en la cara lo diferente, lo que creemos moderno y fresco, lo que nunca se ha hecho antes. Romper y que nos rompan los esquemas. Nos aburre, o mejor dicho, escogemos la mirada del consumidor aburrido que cree necesitar un latigazo distinto cada vez que se expone a un cineasta, un escritor, un artista.
La isla de la mujer dormida podría parecer, de hecho, la misma novela que la anterior de Pérez-Reverte, y que la anterior y quizá que la anterior. Repiten personajes, resuenan ideas, reconocemos tramas, lugares, conversaciones, aromas, captamos los trucos y los artificios de quien escribe.
Y eso es fantástico porque en este capitalismo desquiciado, trufado constantemente de publicidad, de nuevos productos y novedades, de lanzamientos constantes, de cantidad y no de calidad, qué suerte la nuestra de poder asirnos de vez en cuando al brazo de un artesano de lo suyo, un tipo que hace lo de siempre con pulcritud y cuidado para parir una historia compleja, divertida y evocadora.
Leí El problema final no hace mucho y me hizo volver a mi infancia. A esas novelas de Sherlock Holmes o Hércules Poirot que devoraba con ansias, buscando desentrañar misterios junto a esos detectives tan humanos en su genialidad como en sus defectos. A pesar de sus limitaciones estilísticas o su tendencia a recrearse en ciertos arquetipos, logra capturar la esencia de ese enigma que nos mantiene al borde de la página, combinando con maestría la nostalgia y la intriga, y dejando entrever que el verdadero misterio no siempre está en los crímenes o los culpables, sino en la naturaleza humana misma. Eso es lo que me gusta de él, que refleja la ambigüedad del mundo, que no es ni blanco ni negro, sino un escalado de grises.
¡Leeré esta novela gracias a tu artículo!