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Con los tacos por delante #9: Soto Ivars dijo que nadie se iba a reír y así fue
Una historia sobre el juicio a la ironía
Si una promesa hecha es una deuda contraída, el último libro de Juan Soto Ivars nos debía una historia sin las gracietas ni las ironías a las que el autor de Águilas nos tiene acostumbrados en sus ensayos y en sus artículos. Debe de ser un hombre de honor, ya que no ofrece ni un mísero chiste, no provoca ni una sonrisa, ni siquiera una mueca fruto de un relato ridículo, harto sonrojante, que estomaga y que nos enfrenta ante nuestro peor enemigo: el espejo. Como si fuera un Lannister, Soto Ivars paga la deuda adquirida en la portada. Leyendo Nadie se va a reír no se ríe nadie.
Juan Soto Ivars eligió la historia de Anónimo García para este libro tras Arden las redes y La casa del ahorcado, dos ensayos que nos hicieron pensar que estábamos ante otra sesuda disertación, en este caso sobre los límites del arte. Sin embargo, Nadie se va a reír, sin renunciar a la reflexión acerca de esta práctica, la provocación, la ironía, el periodismo y unas cuantas materias más, parece un reportaje extenso en el que se desgrana la vida y obra de Homo Velamine, el grupo ultrarracionalista (sic) del que Anónimo formaba parte y por el que acabó ante la justicia.
Aún hoy no se ha resuelto la situación de Ano, como se le conoce en ciertos círculos. Se mantiene a la espera de saber si es condenado o no por una serie de cargos que se le imputan por idear una fina ironía -quizá demasiado fina- con la que pretendía poner a los medios de comunicación ante el espejo: si bien ellos habían sido capaces de tragarse el vómito y obtener rédito económico y publicitario de miles de contenidos relativos a la violación de La Manada, ¿cómo iban a escandalizarse si lo hacía otra empresa, de otro sector, con otro servicio?
Así pues, Homo Velamine creó una web falsa en la que una agencia de viajes falsa ofrecía un tour falso por los lugares que había recorrido La Manada durante la maldita noche en la que sus integrantes entraron con una joven en un portal y la violaron. Por supuesto, todo el show turístico era un cuento: el grupo artístico sólo buscaba escandalizar a los medios de comunicación y ponerlos ante el espejo. Colarles un fake en sus portadas y luego hacer pública la explicación de la performance. Lo consiguió.
Sin embargo, a Homo Velamine le faltó tener en cuenta un pequeño detalle que, a la postre, no era tan pequeño ni tan poco importante: detrás de todo el show que habían formado algunos medios de comunicación, oculta y dañada, había una víctima. Y a Anónimo García le faltó darse cuenta de otro detalle, en este caso minúsculo, que le puso en la palestra, sobre el escenario, sin careta y con un foco apuntándole directamente a los ojos.
En fin, la historia, como decía, es estomagante. Irrita a quienes fuimos -y aún nos sentimos- periodistas, pues en el ojo del huracán vuelve a estar un periodismo amarilleado que huele más a Mississippi, a tómbola y a crónica marciana que a rigor y a temple, códigos de una profesión apaleada que sangra y supura, que a veces señala y a veces silencia.
Soto Ivars lo retrata con maestría, como siempre hace, sin esconder ni filias ni fobias, a pecho descubierto y atreviéndose a llegar donde no todos lo hacen. No obstante, no es este un relato sólo sobre el periodismo ni sobre los periodistas, tampoco sobre la justicia, ni sobre el arte, ni sobre la violencia contra la mujer. Es un compendio de todo eso y algo más: un puñal afilado que abre una herida humeante en el lector y que ataca directamente a la sociedad literal en la que nos estamos convirtiendo, en la que cada vez caben menos matices, menos lecturas inteligentes, menos dobles sentidos, menos ironías y, por tanto, menos libertad de expresión.
Y con todo ese panorama, ¿quién va a reírse?
Un pódcast con Juan Soto Ivars
Hace no mucho se vino a Leer para contarlo y nos recomendó la novela ‘Hambre’. Entre cigarro y cigarro, el escritor opinó sobre el exceso de papadas en la literatura y la educación en los colegios españoles.
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