Una de las peores cosas que pueden ocurrirte siendo joven es acertar cuando deberías equivocarte. El aprendizaje llega más frecuentemente del error que del éxito, sobre todo en edades tempranas, donde la reconducción tiene más valor del que le damos.
Por ejemplo, si con catorce años la primera vez que le das una calada a un cigarro te sacude un ataque de tos tan agresivo que te quita las ganas de fumar para siempre, el fallo más tarde será un acierto. Si con dieciséis te cuelas en un salón de apuestas para ganar una combinada y de repente ves que eres capaz de hacer cincuenta euros apostando cinco, el éxito a la larga será un completo fracaso.
Equivocarse está bien, convengamos. Es sano no tener todas las respuestas con dieciocho años, es natural cometer graves errores cuando ni siquiera has llegado a los veinte.
Dicho esto, ¿puede ser que marcar tu primer gol en Champions League, convirtiéndote así en el goleador más joven de la historia de tu equipo en esta competición, sea un error?
Me pregunto esto a colación del tanto que supuso el 3-1 del Real Madrid al Stuttgart. Endrick, dieciocho años y recién casado, se hizo con el balón en el campo de su propio equipo, y condujo mientras los defensas alemanes que resistían este blitzkrieg (Vinicius Jr. y Mbappè corrían en su contra en ambos flancos) replegaban para cerrar los espacios surgidos en el carril central, e incluso el portero, descolocado, trataba de encontrar su sitio en el mundo. El delantero brasileño, el imberbe punta recién llegado del Palmeiras, decidió entonces chutar desde casi treinta metros en un contragolpe de tres contra dos y teniendo, repito, a dos de los mejores jugadores ofensivos del mundo desmarcados, en carrera y con espacios.
Endrick marcó, no sin cierta fortuna —el portero pudo estar mejor— y eso ocasionó una catarata de alabanzas sobre el brasileño. Todo es blanco o negro según se mire y al ariete carioca le salió la cara al lanzar la moneda. La crítica furibunda —incluso el castigo— era la respuesta lógica a jugarse el disparo lejano en una acción de asistencia clara a cualquiera de los dos compañeros, que se quedaban solos ante el meta rival; pero el fin justifica los medios en este caso y el gol de Endrick le expuso ante otra clase de idea: hay que tener mucha personalidad para hacer lo que hizo.
Cierto. Como también hace falta mucha personalidad para colarse en un salón de apuestas con catorce años, fumarse un cigarro con doce, probar la cerveza con once y robarle veinte euros a tu madre con diecisiete. Todo depende del ojo con el que se mire.
No es este texto una crítica a Endrick. Yo, aquí sentado, escribiendo esto, no puedo ni asomarme a la idea de tener a Vinicius Jr. y a Mbappè pidiéndome algo, aunque sea la hora en medio de la calle. No soy digno siquiera de decirle si ha hecho algo bien o mal cuando yo, de tener a cualquiera de ellos solicitándome un pase agitando los brazos y gritándome, seguramente sufriría un desmayo instantáneo, como un apagón, como cuando se reinicia un ordenador de golpe.
No obstante, expreso mis dudas. El gol de Endrick camufla la otra parte de la historia, pero en un contragolpe de tres contra dos, chutar desde casi treinta metros nunca es la mejor decisión, aunque sea gol. O sí, no sé. Quizá convenía que el gol lo marcase otro, o que incluso el resultado se quedara así. O quizá no, quizá se haya despertado una bestia intemporal de la que hablaremos décadas como antes lo fueron Messi o Cristiano Ronaldo. Como dice Ignacio Peyró en Ya sentarás la cabeza, quizá nadie se hace adulto sin haber desobedecido primero.
Quién sabe, y quién soy yo para decirlo.
No me apetece equivocarme otra vez.