Con los tacos por delante #8: Nunca es tarde para ser pijo
No he podido demostrarlo porque me falta dinero en el banco, o capacidad de generarlo sin trabajar o al menos haciéndolo poco o levantándome tarde, pero sé que se me daría genial ser pijo
Hay cosas que se me dan bien de forma natural, como esforzarme en no parecer imbécil aunque ya lo haya confirmado tras haber dicho una gilipollez. Se me da muy bien también creer que soy el único que ha entendido un oscuro secreto del universo y luego contarlo en una cena con amigos o en medio de un bar con cervezas abiertas, creyendo que les descubro América y confirmando a posteriori que lo que yo creía un alumbramiento certero, único y majestuoso, es en realidad una verdad sabida y resabida por todos, provocando sus sonrisas condescendientes y mi sonrojo.
Me pasó no hace mucho cuando vi en YouTube un vídeo con todos los goles del Mundial de 2010 que ganó España: Iniesta marcó el último y nos hizo campeones. Yo, asombrado, descubrí que en el marcador no aparecía el 116’ sino el 115’. Me llamó la atención que en la imagen icónica de la volea previa al éxtasis apareciera el 115’ y no el 116’, y así lo conté en una reunión con unos tipos a los que me unía cierto grado de amistad y que se afanaron en explicarme que el minuto 115:01 ya es el minuto 116, igual que el 0:01 es el 1. Traté de hacerles entender, pareciendo aún más majadero, que ya lo sabía pero que me seguía resultando llamativo que apareciera el 115’ y no el 116’ en el preciso instante, en la foto del recuerdo, memoria de todos, y para colmo hablé del efecto Mandela no sé muy bien por qué. En fin, demostré que se me da bien quedar como un borrico y ahora odio a esos tipos a los me unía cierto grado de amistad.
No he podido demostrarlo porque me falta dinero en el banco, o capacidad de generarlo sin trabajar o al menos haciéndolo poco o levantándome tarde, pero sé que también se me daría genial ser pijo. No un cayetano, no un burgués, no un tipo con ínfulas que gasta a manos llenas, tampoco alguien con coche nuevo, limpio, brillante y ruidoso que acelera en los semáforos y conduce constantemente por el carril izquierdo. Se me daría muy bien ser, sin embargo, un pijo discreto con leves salidas de tono, quizá cuando el vino caro se subiera a la cabeza, nunca cerveza, a veces por un exceso de Tom Martin’s y otras por culpa de no saber frenar con el tercer Macallan. Un pijo elegante, vaya, un bon vivant al que le gustaría contar que no tiene reparos en invertir, nunca gastar, más de 50€ en cada botella de buen alcohol que guarda en un sencillo y clásico mueble bar, quizá coronado por una bola del mundo, todo madera y hechizo.
Supongo que, como a todos, me preocupa el dinero -o más bien el no tenerlo- y es por eso que no lo gasto en pijerías que me encantaría usar y sobre todo, contar que las uso. Como buen pijo wannabe, me gustaría vestir perfumes buenos, que no necesariamente caros, pero sí selectos, con aromas a roble y a salitre, a rosa damascena y a almendras. Quisiera utilizar jabón en pastilla para la ducha en vez de gel en bote, comprar un jabón relativamente caro, de más de veinte euros a lo mejor, con delicado recuerdo a coco y a dulce, natural, ecológico y vegano, que me obligase a ir a una tiendecita escondida en el centro para llevarlo a casa. Quisiera mi pijo interior que no le importase el dinero para invertir sin pudor treinta o cuarenta euros en velas aromáticas con olores rebuscados e innecesarios, como el de una biblioteca, el de las sábanas limpias de mi infancia o el de la leña, el fuego y el humo en la chimenea antes de la cena de Nochebuena. También invertir en ropa de absoluta calidad, de marcas interesantes de las que tienen misión, visión y valores, de las que duran siglos y sirven de herencia a los nietos. Y los viajes, pero no demasiado opulentos ni fotografiables, más bien clásicos: Londres, París, Nueva York, Roma, Santander. Lugares reservados para unos pocos, donde te saludan por tu nombre, o quizá por tu apellido, y te sirven vino, copas o cócteles antes de un minúsculo risotto, un bagel de salmón o un centollo.
No obstante, no tengo tanto dinero ni la capacidad de generarlo como para permitirme ser el pijo discreto y petulante que tan bien se me daría ser. Así que me resigno a seguir entrenando como el imbécil que soy, ya que no puedo convertirme en el auténtico cretino que me gustaría ser y que huele a coco, escribe con una vela con aroma a Navidad, viste una Belstaff de 800 euros, sólo bebe whisky sour y pasa el verano en el Cantábrico.
Y qué lástima.