Con los tacos por delante #6: La tropa del neceser
En torno al fútbol del dinero, el de los coches, el del lujo y la impostura pulula un tipo de personaje muy reconocible: el que imita al futbolista pero no es futbolista.
Puede que si Salt Bae lee esto ponga mi foto en la entrada de sus restaurantes para vetarme la entrada. No lo creo porque ni lo va a leer, ni lo va a entender, ni yo soy nadie, ni me apetece ahorrar durante meses para viajar a un local donde se come carne salpimentada por un tipo que usa gafas de sol en ambiente interior, envuelta en un papel de oro que ni siquiera podré llevarme a casa para que me ayude con los gastos del mes. Y ya lo siento.
Salt Bae es el apodo de Nusret Gökçe, un cocinero turco que se ha hecho famoso por echar sal a la carne dejándola caer primero sobre su propio codo. Aunque no parece un método que de verdad sirva para salar toda la superficie del plato, nos pilló débiles durante la pandemia mientras consumíamos Instagram como auténticos descerebrados: el gesto se puso de moda.
Esto le sirvió para ganar millones de seguidores en sus redes sociales y atraer la atención de todo el mundo. De pronto, personas de cierto estatus económico aparecían en sus perfiles visitando el restaurante de Nusret Gökçe e incluso algunas, saludándolo y poniendo caras raras, de extraña admiración, mientras el chef lanzaba sal sobre la carne desde una altura incomprensible. Su gesto ridículo le encadenó enseguida a gente de la farándula, esto es, cineastas, estrellas de la televisión, influencers, modelos, empresarios, presidentes, directivos de toda calaña y, cómo no, futbolistas. Aparecer junto al chef que esparcía aleatoriamente sal sobre la mesa era sinónimo de éxito: Salt Bae y su escorzo patentado no estaban al alcance de cualquiera.
Puede que el exceso de exposición en redes sociales y la cantidad industrial de me gustas que recibe en cada una de sus apariciones le haya convertido en un narciso turco de coleta y gafas de sol redondas, o puede que viniera así de fábrica. En cualquier caso, en los últimos días le hemos visto haciendo el ridículo una vez más, pero en esta ocasión fuera de su restaurante y sobre el césped del estadio Lusail, donde se jugó la final de la Copa del Mundo y en la que Messi tuvo que desembarazarse de Rabiot, de Tchouamèni, de Varane, de Konaté, de Koundé, de Theo, de Lloris, de Mbappé, de toda Francia, de buena parte de Europa quizá, y también de Nusret Gökçe, al que en un momento de la celebración amagó con decirle señor, suélteme del brazo, y hasta de, a lo mejor -ojalá, mejor pensado-, espetarle un cabezazo en la nariz que hubiera sido celebrado por millones como la verdadera Copa del Mundo 2022. Salt Bae se coló en la celebración, o quizá le invitaron, pero seguro que nadie le llevó consigo para abandonar la grada y el túnel de vestuarios, tampoco para abandonar la dignidad saltando al campo tras la entrega del trofeo. El tipo se plantó en medio del festejo para fotografiarse con Messi y con la Copa, con Di María y con la Copa, con Mac Allister y con la Copa, con Paredes, con su hijo y con la Copa, como un aficionado de ocho añitos o como un patético influencer que reclama atención.
Durante unos años me dediqué al fútbol profesional. Aunque era ese un fútbol mucho más pequeño, infinitamente un fútbol más pequeño, descubrí buena parte de lo que esconde: el fútbol empresarial, el fútbol corporativo, el fútbol de mercado, el fútbol de élites, el fútbol sin fútbol o el fútbol menos fútbol. En torno a este fútbol de dinero, de coches, de ropa cara, de lujo y de impostura, pulula un tipo de personaje fácilmente reconocible: el que viste como un futbolista, conduce como un futbolista, quiere ser futbolista pero no es futbolista, se corta el pelo como y donde un futbolista, come donde los futbolistas, habla como los futbolistas, pero tiene un problema: no es futbolista aunque lleve un neceser debajo del brazo cuando sale a tomarse una copa con sus amigos, entre los que seguramente se encuentre un futbolista o, como poco, alguien que se parece a un futbolista o quiere parecerse a un futbolista.
Tengo una teoría: todo empezó con el neceser. Para el futbolista es una bolsa imprescindible: dado que en su campo de entrenamiento tiene todo lo necesario para ejercer su trabajo, desde la ropa deportiva hasta la toalla para ducharse después, sólo necesita llevar consigo un peine, quizá algo de jabón, gel o champú, perfume y una máquina de afeitar, si acaso. Pero la imagen del futbolista con el neceser nos ha martilleado tantísimo en la televisión y en las redes sociales en los últimos veinte años que ha pasado de ser una necesidad de un colectivo reducido y concreto a un complemento de moda.
Me pregunto qué hace falta llevar en el neceser para salir tres o cuatro horas de casa a tomar un café o una copa. ¿Perfume? ¿Peine? ¿Gomina? ¿Una muda de recambio? ¿Calcetines por si llueve y se mojan los pies?
Como la necesidad y la utilidad superan a la impostura del estilo y de la moda, el neceser de hombre acaba por ser el lugar donde guardar las gafas de sol, la cartera, el móvil y las llaves, transformándolo en un bolso y confirmando, una vez más, que los sentidos de la necesidad y de la utilidad están mucho más desarrollados en ellas, que llevan siglos usándolo. Lecciones te da la vida.
En cualquier caso, hoy tenemos caminando por nuestras calles a hombres con pinta de futbolista, o que creen tener pinta de futbolista, con el neceser bajo el brazo como si fueran a entrenar a Valdebebas o a Cobatillas o a Paterna o a Mareo o a El Mayayo o a Las Rozas o a Lezama pero en realidad van a tomar un café o a firmar ante notario o a trabajar ocho horas en una oficina o a comprar el pan o a dar un paseo.
Es la tropa del neceser, formada por quienes llevan toda la vida observando al futbolista pasar por delante de las cámaras para ir a entrenar, o bajando del autobús para entrar a un estadio, con una bolsa estilosa bajo el brazo, como si fuera un complemento de moda y no algo útil con lo que asearse tras acabar su trabajo. Son esos que no han vivido otra cosa que el fútbol de mercadotecnia, en el que los jugadores también son marcas y proyectan e irradian valores y estilos, provocando a su alrededor un fandom exacerbado y exagerado, e incluso un efecto espejo, imitaciones burdas de personajes que visten como futbolistas, posan como futbolistas, gastan como futbolistas, buscan irradiar como futbolistas, pero tienen un problema: no son futbolistas, ni siquiera amigos de los futbolistas en la inmensa mayoría de los casos, tan sólo aprovechados que buscan arrimar su sardina al ascua de la atención, el caso, los me gustas y el engagement en Instagram. Y lo vomitivo es que no son niños ni niñas, que aún tienen derecho a creer en los Reyes Magos, sino adultos y adultas como Nusret Gökçe que todavía piensan que Papá Noel entrará por la chimenea y que Messi es su amigo por ir a cenar a su restaurante, no como yo, que supongo que ya tengo vetada la entrada de por vida a sus restaurantes.
Ya lo siento.