El odio: ¡cómo no posicionarse al lado de una madre que sufre!
Los tacos por delante #49. Jueves, 27 de marzo de 2025.
Tú le has dado vueltas a esta frase: “en un país democrático no se debería permitir la publicación de un libro como El odio”. Y te ha parecido bien, te ha parecido justa, porque en ella subyace el dolor de una madre que perdió a sus dos hijos pequeños, víctimas de violencia vicaria, muertos y quemados en una pira, confundidos sus huesos durante semanas con los de unos animales.
Es una frase situada en un plano revolucionario, pues va de abajo hacia arriba: la sociedad defiende a uno de sus desvalidos miembros frente a una empresa cuyo objeto de negocio es vender los oscuros, morbosos y vomitivos secretos que un asesino vil y torcido le ha contado a un escritor durante años de intercambio de cartas y mensajes. Visto así, ¡cómo no posicionarse al lado de una madre que sufre! Es humano hacerlo, te lo concedo. Ruth Ortiz no merece ni un ápice extra de sufrimiento.
Pero.
Los hechos ni tienen ni deben tener un prisma único desde el que mirar. Siendo lo anterior consecuencia de un argumento legítimo y sensato, es importante que tiremos del freno de mano cuando la idea de prohibir obras culturales se nos pase por la cabeza. ¿Qué soluciona la no publicación de El odio?
En primer lugar, dirás que evita que la madre, Ruth Ortiz, se vea sometida a un nuevo proceso de dolor al revivir la desaparición y la violenta muerte de sus hijos. Ante lo cual, preguntas. ¿Qué debemos hacer? ¿Qué precedente sentamos si prohibimos el libro? ¿En qué lugar quedas tú cuando te pones un true crime en la tele?
Igual que vas a boicotear a Anagrama, ¿te darás de baja de Netflix?
Quién tuviera tus escrúpulos. Entiendo que, igual que ahora clamas contra la editorial Anagrama y contra el escritor Luisgé Martín, también lo hiciste cuando las cadenas de televisión se volcaron con este asunto, cuando la prensa rosa metió sus entrometidas narices hasta en las mismas cenizas. Imagino que, de igual modo, nunca has dedicado tu ocio a ver un documental de crímenes, o una serie basada en hechos reales porque, al igual que ahora, eso también es una forma de regodearse en el dolor de las víctimas. ¿Acaso ellas no sufren?
Tú, que promulgas a las bravas que la publicación de El odio debería prohibirse, es decir, que las instituciones garantistas del estado han de cercenar de golpe la libertad de expresión del autor, te acercas sin saberlo a un límite difuso, preludio de un mundo de grilletes y bozales.
Hoy es el derecho de Luisgé Martín. Mañana puede ser el tuyo.
Dice Juan Soto Ivars en uno de sus libros que si la mayoría de los ciudadanos pierde el interés en respetar la libertad de expresión, esta dejará de existir aunque las leyes la permitan. Es obvio que hay matices y que este artículo no es un tratado de Derecho. Por ejemplo, la libertad de expresión no puede amparar discursos de odio, insultos u otros términos que dañen de forma directa el honor o la integridad de un igual. Pero lo que dice el escritor murciano tiene mucho sentido. Si sólo nos dejamos llevar por las tripas en vez de por la ley, puede que algún día nuestra sociedad haya cambiado tanto que ni siquiera recordemos que pudimos expresar una opinión razonable y argumentada sin meternos en problemas.
Y todo esto lo escribo estando de acuerdo contigo en que el libro es incómodo. Produce sarpullido. Si lo leo, lo haré con la náusea en la garganta, por lo que cuenta y por lo mal que ha sido fraguado. Me produce quemazón que El odio se haya interpretado como un documento casi periodístico, que se haya comparado con El adversario o con A sangre fría. Carrère añadió otras voces que contextualizaron, rebatieron, desmintieron o complementaron a lo dicho por el asesino objeto del libro. Capote, por su parte, entrevistó a allegados de la familia Clutter.
En El odio, por contra, sólo parecen estar Bretón y Martín, por lo que no existe intención de rebatir más allá de las ideas del autor, ni de contrastar, ni de aportar voces que den contexto. Ni siquiera se consultó con Ruth Ortiz, ni se puso en manos de la fiscalía para equilibrar la libertad de expresión con el derecho al honor. ¿Qué credibilidad merecen las palabras de un asesino, si no obtienen contrapeso de quien se supone garante de la narración de hechos veraces? ¿Dónde está el periodista?
No está y quizá sea ese el gran problema.
Sin embargo, y aunque El odio sea un libro que nace marcado, envuelto en dudas, errores y polémicas, a pesar del mal gusto, del morbo y de la libertad de cada cual en decidir no comprarlo, la obra tiene que poder publicarse. Eso sí, siempre y cuando el sistema judicial no encuentre indicios de vulneración del honor de las víctimas, siempre que sea tan sólo un ejercicio artístico aceptable en el equilibrio de derechos adquiridos por todos los ciudadanos.
En un país con tradición de prohibir libros, donde hasta un narcotraficante pudo frenar la publicación de Fariña, a pesar de que se contaran hechos probados, dejarnos llevar por las tripas y elevar el mal gusto como motivo principal para enterrar una obra nos acerca a un abismo cuya frontera es difusa y donde la libertad de expresión dejó de interesar hace tiempo.