Habría gladiadores contentos de recibir un pulgar hacia abajo del emperador en vez de una pitada del Bernabéu. Que el coliseo blanco señale a alguien significa situarle en la primera fila de los avergonzados, los que jugaron en el Madrid y no fueron suficiente. Debe de ser un martirio, entiendo, ser uno de los pitados que sobrevivieron para contarlo.
Hay una frase en El descontento, de Beatriz Serrano, que dice que el problema de algunas personas es que creen que la vida les va a ofrecer algo asombroso en el momento menos esperado. Pienso en ello mientras miro al Real Madrid tropezarse consigo mismo por enésima vez esta temporada, ahora contra el Milán, ahora en el Bernabéu, ahora en Champions League. Pienso en esa persona convencida de que con Vinicius, Bellingham y Mbappé en el campo es imposible que no ocurra nada que erice el vello, anhelando la sorpresa y el fulgor, un chispazo que le haga volver a creer en dioses antiguos. Y me asombra su capacidad de creer que le sobrevendrá la felicidad momentánea del gol genial o de la remontada marca de la casa mientras enfrente, en la televisión, el Madrid abre el catálogo de los problemas en cada partido para que el espectador elija el que más le guste.
Los hay variados. Uno de ellos, quizá angular, es que la línea de arriba no parece tener intención de obstaculizar una salida de balón limpia del rival. Lo criticaron Álvaro Benito y Thierry Henry, que es como si te atropellase un autobús. Otro problema parece ser cierta indolencia defensiva generalizada, quizá provocada por un exceso de kilómetros en las piernas de determinados futbolistas, obligados a hacer un sobreesfuerzo para tapar las carencias de sus compañeros. El gol de Morata fue un buen ejemplo.
Otros señalan que la libertad táctica que propone Ancelotti en algunas fases de juego era suplida por la presencia de Toni Kroos en el campo y que sin el alemán, con el faro apagado, el Madrid se estrella contra las rocas una y otra vez. Quizá Mbappé es una tirita para tapar el corte de un hacha, como también dice Beatriz Serrano en El descontento.
Tchouameni pagó los platos rotos. Absorbió el desagrado general. No sin razón: apareció en la foto del primer gol del Milán y regaló el balón para provocar el contragolpe que significó el segundo. El francés no termina de encandilar y en un Madrid que no se encuentra a sí mismo, mantequilla sobre demasiado pan, es el eslabón más débil de la cadena. Le penaliza el extra de jugar cerca de la estela que dejó Kroos, de la hendidura en el corazón blanco que fue la retirada del alemán.
Leo en El descontento: “Pienso en si fingiendo se podrá terminar sintiendo”. Y encuentro respuestas en este Madrid lleno de partes que no encajan. No me gustan. Percibo una suerte de Frankenstein, una idea débil de lo que quiere ser, un fingimiento aún delicado, si es que eso es posible, donde el brazo no linda con el hombro ni la pierna con el pubis, la cabeza está mal cosida y la lengua cuelga. Temo que, como dice Beatriz Serrano en el libro, este equipo sea, como su protagonista, “otro adulto estancado que ha perdido las fuerzas para cambiar las cosas”.
Pienso entonces en Ancelotti. En los pitos del Bernabéu que escribí al principio y que todavía no van con él. Todavía. Ahora me surgen más preguntas, pero no sé si quiero mirar las respuestas.
El descontento
Vengo de leer este libro de Beatriz Serrano, como supongo que has intuido si has llegado hasta aquí. Es una novela que me ha hecho reír como hacía tiempo. Es una reflexión, sin embargo, sobre la ansiedad y la depresión provocadas por el ritmo de trabajo capitalista en el que estamos inmersos, una mirada externa al juego de las oficinas en el que muchísimos lectores se van a ver reflejados.
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Muchas gracias por leer, ¡te escribiré pronto de nuevo!
Deseando estoy de leer el siguiente. Me encanta el estilo de esta autora.