En mi casa siempre hubo periódicos. Aún los hay. Digo mi casa pero en realidad es la casa de mis padres aunque sea en el fondo mi casa y lo siga siendo para siempre. En mi casa, la que pago yo, la que llamo mi piso, no hay periódicos. Seguramente nunca los hubo: creo que los anteriores propietarios no gustaban de mancharse los dedos con tinta los domingos por la mañana.
Hace tiempo que le perdí el pulso al periódico, no como concepto pero sí como objeto. Hace años que no voy a un kiosko a por un ejemplar del día con el que envolver el pescado del siguiente. A veces encuentro uno en una cafetería o en un bar o en mi casa que es en realidad la casa de mis padres y aún siento el impulso de lanzarme sobre él para, como mínimo, leer unos cuantos titulares. Es una vieja costumbre.
La tengo desde que era un niño. Como dije, en mi casa que es en realidad la casa de mis padres siempre hubo periódicos. Era, sobre todo, culpa de mi padre: un hombre digno y bueno que no pudo estudiar y que, sin embargo, leía con insistencia dos periódicos al día. También escuchaba la radio pero eso da para otro texto. Llegaba cada mediodía con La Verdad de Murcia y el As debajo del brazo. El sábado y el domingo, a veces, siendo yo pequeño, le acompañaba a comprar los periódicos porque eso me hacía sentir adulto durante un rato en el que podían pasar cosas de adultos como almorzar un bocadillo de atún con mayonesa o enterarme el primero del interés del Real Madrid en fichar a un desconocido extremo balcánico o a un fetiche italiano como Alessandro Nesta. Y digo ir a comprar los periódicos porque en mi casa que es en realidad la casa de mis padres, salir a por la prensa y de paso a por una barra de pan y quizá a almorzar medio bocadillo de atún con mayonesa se llamaba ir a comprar los periódicos, un título digno para una actividad digna.
Pensábamos que la gran revolución del siglo XXI iba a ser el euro pero fue Internet. Como los medios de comunicación no vieron el tsunami que les venía, trataron de amoldarse ofreciendo su producto de forma gratuita, cambiando su propio paradigma y contraviniendo cualquier manual de buena gerencia y dirección de empresas. Los periódicos dejaron de entrar en las casas porque ya estaban gratis en sus respectivas páginas web. Sólo resistieron algunos hogares como el mío.
Con el paso del tiempo le fui perdiendo el pulso al periódico, aunque no la costumbre de ojear los titulares cuando un ejemplar se me ponía a tiro. Cambió mi forma de consumir información y opinión, y las redes sociales comenzaron a copar todo ese espectro: leer la prensa ahora estaba tras el toque de mi pulgar al icono de la app de Twitter en el iPhone. Y entre noticia y noticia, columna y columna, decenas de comentarios fruto de ese periodismo ciudadano que nos empeñamos en impulsar durante un tiempo, ese concepto que igualaba al tipo con un smartphone en el bolsillo y un portátil con el que escribir tres párrafos y a un periodista de verdad, ese concepto que hizo sentir a cualquiera la potestad de manejar información, de aportar y de quitar contexto, de alabar a los de un lado y de menospreciar a los del otro. La consecuencia no ha sido un periodismo eficaz, limpio y transparente, sino una sociedad alejada del mismo que siente pura desafección tras años de un cóctel peligroso: mala praxis de unos pocos y demasiados altavoces pregonando en contra del resto, llamándose fascistas y comunistas los unos a los otros.
Dimití de los medios de comunicación: me sentía bombardeado, asqueado, cansado, cabreado. Y como yo, millones.
Por suerte, hay respuestas que sólo se encuentran en el origen. Un día, en casa, observé a mi padre leyendo el periódico como quien ejerce una tarea encomendada: con explícito interés, cedido ante la mesa que sostenía el ejemplar del día, bajo la luz blanca de un flexo y con un café al lado. Mi padre, el de siempre, informado, leído, interesado, ni manipulado ni manipulable, ni enfadado con la prensa, ni hastiado de la actualidad con la que convivimos. Pocas sensaciones de orgullo mayores que seguir el ejemplo de un padre: entendí que mi problema, el de millones, no eran los medios de comunicación de siempre sino la forma en la que ahora consumimos la información y la opinión. Nos hemos dejado arrastrar por manipuladores escondidos tras arrobas, fotos de Blas de Lezo, logotipos de color morado y banderas de diversa índole, como si cada uno de estos símbolos fuera una invitación a conectar con nuestras pulsiones. Nos hemos dejado engañar y nos han convencido. Todos nosotros contra los medios y los periodistas.
Imité a mi padre y cambié mi forma de consumir los medios. Desde hace unos meses no leo las noticias en Twitter, ni en Instagram, ni en Telegram, ni en Tik Tok, ni en Facebook. Cuando quiero leer la prensa entro en la web de El País y leo, entro en la web de El Mundo y leo, entro en la web de La Vanguardia y leo. Cuando quiero escuchar opinión, sintonizo la SER y escucho. Sintonizo la COPE y escucho. Sintonizo a Alsina y escucho.
Hoy, meses después, estoy mucho más informado y mejor conectado con la actualidad. Hoy, meses después, ya no estoy cabreado, ni hastiado, ni cansado. Hoy, años después, vuelve a haber periódicos en mi casa, la que pago yo, como los ha habido siempre en casa de mis padres, que también es y será mi casa.
¡Qué de recuerdos al ver a mi abuelo leyendo el periódico cada día! En mi casa, se dejaba para los desayunos tranquilos del fin de semana.